A Fuego Cruzado
“Zum”, una
bala pasó zumbado. Dos pasos más y no la cuento. “Tras”, sentí que alguien me
jaló de la solapa. Al momento me tiré al suelo y todos agachamos la cabeza.
“Plas, plas, plas”, se oían los pasos de los que venían pisándonos los talones.
No me atreví a alzar la cabeza para contarlos, pero segurito eran más que
nosotros. Puñito a puñito nos fueron descontando. El indio que nos venía
guiando, fue el primo en caer. Cayó de un plomazo, allá por terreno pantanoso.
Todos
creen que mi mayor triunfo fue Pensacola, en el lejano 1781. Bien que me
acuerdo del día, fue el 8 de mayo que tomé posesión de esa población. Y aunque
los americanos ya no lo recuerden, yo sí que me acuerdo de esa batalla y de todas
las que tuve que librar cuando fui gobernador interino de la Luisiana
Occidental. En ese tiempo en el que franceses, españoles y norteamericanos nos
vimos involucrados en la misma guerra, luchando codo a codo por la independencia
de las Trece Colonias Británicas en territorio que ahora es, estadunidense.
Todos contra los ingleses, a fuego calado.
¿En qué
momento nuestras miradas se incendiaron para ya no apagarse?
Estaba yo
esperando a Bernardo que había ido a atender una diligencia muy importante,
donde tratarían asuntos de la guerra de las Colonias que ya estaba muy avanzada
para los norteamericanos y los franceses, pero no para los españoles. Mi marido
tenía como encomienda, según me había contado, recuperar la Mobila, Pensacola y
la costa de Florida del canal de Bahama y, para eso, había citado a hombres de
estrategia, y también idealistas como George Washington y Thomas Jefferson. En
un principio, la reunión se había programado en nuestra casa de Nueva Orleans,
pero a última hora, hubo cambio de planes, porque creían que los espías
británicos, los habían descubierto. La intensión de Bernardo era mantener todo
en secreto, por eso se había ido, dejándome sola. De alguna manera, esa
guerra, nos separó, poco a poco él se fue alejando, y al poco, tú te fuiste
adentrando como torbellino que arrasa con todo. Llegaste con tu elegancia y tus
aires de francesa para espantarme los miedos y alborotarme de pies a cabeza.
El
ejercito de las casacas rojas nos traían cortitos. Nos habíamos liado a
escopetazos en un despeñadero. Y a fusilazos nos querían quitar lo valiente. “Niang,
niang”, “Fium, fium”, nos disparaban por todos lados. “Pum, pum”, uno a uno se
fueron al abismo los que ya estaban muertos. Quedábamos siete de los treinta
que éramos. Ni sargento, ni suboficial habían sobrevivido. Yo, el único español
entre cuatro americanos y dos indios de los nuestros, porque había también
indios canadienses que estaban del bando de los ingleses. Como decía, yo, único
español, me debatía entre seguirlos a una muerte segura o tomar otro rumbo. Del
otro lado, en Baton Rouge, nos esperaban los franceses, carne fresca para
combatir a los ingleses, pero había que cruzar el río. Y en ese camino estaban
los pantanos y los rubios. ¡Que se jodan los rubios!
Crucé el
río y los otros me siguieron.
Algunos,
todavía hablan de mis hazañas, de mis grandes conquistas. De mis habilidades militares
y mi capacidad de sortear espías y huracanes. De Manchac y Baton Rouge. Mas nada
se dice de mi verdadera conquista, que fue la que me mantuvo con el fuego
encendido para hacer lo que hice. Y esa fue mi amada esposa, Marie-Felicité,
ella fue mi mayor conquista. Me dio tres hijos: Matilde, Miguel y Guadalupe. Y una
más, Adelaide, quien no tenía mi sangre, pero que siempre estimé como propia.
Mi familia merecen los honores, aunque fui yo quien recibió el título de conde
y terminé como virrey de la Nueva España.
Las dos
teníamos sangre criolla y francesa, y las dos supimos encontrarnos en medio de la
guerra, bajo dos banderas que, sin saber, a fuego cruzado, nos arroparon. Desde
el momento en que te vi, supe que serías bálsamo a mi corazón, queridísima
mía. Fuiste brisa fresca entre tanta desilusión. Fuiste miel a mis labios,
fuego a mi piel. No tengo que recordarte los días que pasamos conversando de
todo y de nada a la vez, o las noches en las que nos ganaba el deseo y terminábamos
abrazadas por no ir a más, ni el momento en que nuestra amistad se convirtió en algo más. Bien los has de tener presente, como lo tengo yo en estas noches de soledad.
Estoy otra vez sola, como lo estaba cuando Bernardo partía con su batallón. Él ya no va a regresar, pero
tengo tu recuerdo que me quema por dentro y que mantiene vivo el fuego que una
vez, nos devoró.
Nos
mataron a todos. Íbamos en medio del agua cuando nos traquetearon por la espalda.
A los americanos les volaron la cabeza, a los dos indios que se suponía conocían
el territorio, les torcieron el pescuezo y les cortaron las cabelleras. A mí me
atravesaron de lado a lado con un sable limpio. Ni idea
por qué me siguieron. Lo único bueno es que, del otro lado, los franceses ya esperan un aperitivo muy apetitoso de ingleses.
Los conduje
por donde me indicó. Yo cumplí, mi sargento.
Yo, Bernardo
de Gálvez, español de nacimiento y de corazón, os confiero todos mis éxitos a mi
esposa. Lo único que lamento es lo poco que la acompañé, primero por la guerra
y después por mi muerte.
Querida, A
Te escribo
desde la distancia con la esperanza de un nuevo amanecer para nosotras. Ansío retomar nuestra amistad. Creo que nos merecemos esa oportunidad. En unos días os iré a
ver y no sé cómo me recibirás. Os espero en Florida, en la bahía de
Pensacola. Tengo la sensación que un fuego más, está por encenderse.
Tuya, siempre, F.
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